sábado, 5 de abril de 2008

Un Iraquí de viaje por EEUU III (última)

Esta mañana vi un sticker en un paragolpes que decía "En algún lugar en Texas un pueblo extraña a un idiota". Todavía estaba medio dormido, así que me llevó un rato entenderlo; a la mañana soy lento. Cosa que me preocupa un poco, porque mi cerebro debería estar bien despierto: en menos de media hora tendría una cita con una "experta en Irak" de la Universidad Nacional de Defensa.

Cuando llego allí, necesito mostrarle al guardia un documento, saco mi credencial de prensa, pero a él no le gusta, quiere ver mi pasaporte y ya sabemos lo que odio el tema de mi pasaporte. Lo mira y dice "Ah, iraquí". Siento como si hubiera entrado en el set de filmación de una película de guerra. Este es el comienzo, donde todavía los están entrenando; ésta es la escena en la que se ve al personaje principal entre sus colegas que más tarde serán salvados por el héroe valiente de la película. Edificios de ladrillo rojo de dos pisos y plazoletas verdes con oficiales jóvenes que marchan en formación. Estoy tan fuera de lugar aquí. ET, en serio, necesita volver a casa.

Pero apenas aparece Judith Yaphe, sé que nos vamos a llevar bien; se parece mucho a mi profesora de francés de la secundaria en Bagdad. Como investigadora en el instituto de estudios de estrategia nacional de la Universidad Nacional de Defensa, Yaphe "se dedicó a Irak en los últimos 30 años". Deduzco que si uno se dedica a algo tanto tiempo, debe conocerlo bien, especialmente cuando trabaja para "la agencia".
Ella dice: "La falta de conocimiento sobre Irak entre la gente que toma decisiones aquí es abrumadora", y cuando llegó el momento de ir a la guerra, la administración verdaderamente creía que iba a ser una guerra corta, que los norteamericanos serían recibidos con flores y que todo saldría bien. "Si usted cree eso y quiere hacer una guerra corta, entonces no planifica lo suficiente. ¿Es estúpido? Sí, yo diría que sí".

Pero había otra posibilidad; en un universo paralelo, donde el Pentágono no tuviera el control, Ahmad Chalabi no existiera y la administración Bush no escuchara a gente como Yaphe, podría haber un Irak que lograra salir del caos de la guerra menos perjudicado. Pero nunca lo sabremos.
De vuelta en este universo, "la mayor democracia sobre la tierra" está llevando a cabo elecciones. Si uno compra el peor escenario de Yaphe y vive en Oriente Medio, lo mejor sería ir acopiando alimentos. "Mi peor escenario es que Bush es reelecto y que la gente que quiso ir a la guerra con Irak vuelve y decide continuar con su misión, que es hacer cosas terribles".
Me pregunta si mi verdadero nombre es Salam y, cuando le menciono mi apellido, el nombre de la tribu, lo reconoce. Me quedo pensando: "Ella sabe, es verdad que estuvo dedicada a Irak durante 30 años".

Más tarde...

Espero cinco minutos en la puerta de la Universidad de Defensa, pero no aparece ningún taxi y decido caminar. Decisión equivocada. Aparentemente, la universidad está muy cerca de lo que probablemente sea el equivalente a Sadr City en Washington. Me doy cuenta de que mis instintos no funcionan, no diferencio entre buenas y malas señales, este lugar se ve muy pobre. Como en Sadr City, muchos hombres que parecen no tener nada que hacer están parados en las esquinas.

Recuerdo haber discutido con un taxista en Bagdad hace un tiempo. Estaba convencido de que no hay norteamericanos pobres, que son todos ricos. Vení a ver este "habibi". La cosa se pone aún peor. Alá decide vaciar su pileta y empieza a llover. Me doy cuenta de que me olvidé el papelito con la dirección de mi próxima cita. Ruego que David Kay no sea un tipo puntual.
Kay aceptó encontrarse conmigo para almorzar en un lugar de mi elección. Lo único que conozco es el negocio que vende roscas cerca del hotel. Llamo a una corresponsal del diario The Guardian de Londres aquí en el DC para pedirle ayuda y me sugiere ir al Palm. "Es un lugar adonde les gusta ir a los hombres". Después de varios "ahhhh" y "mmmmm" de mi parte, me dice: "Salam, no es un lugar de strip tease".

Cuando regreso al hotel para recoger la dirección, todavía tengo tiempo para chequear el sitio web del restaurante en Internet. "El lugar ideal para negociar y cerrar acuerdos frente a un bife jugoso y un martini. No sólo los políticos van al Palm de Washington; también personas como Larry King están entre los clientes habituales del Palm". Cuando llego allí, me hacen pasar junto a unas lindas mesas cerca de la ventana y me llevan a una mesita en el fondo. Obviamente tendría que haber dicho que era Salam Pax, la celebridad de Internet, y que quiero sentarme cerca de Larry King.

El lugar es muy ruidoso y lo primero que menciona Kay es que es el lugar perfecto para una conversación íntima; nadie nunca puede oír lo que estás diciendo. No tomamos martinis: él pide un té helado y yo, una Coca Cola.

La primera vez que Kay estuvo en Bagdad fue en 1992, al frente del equipo de inspección de armas nucleares de la Unscom y, más recientemente, fue enviado a Bagdad por Estados Unidos como principal inspector de armas para el Grupo de Investigación Iraquí para aclarar la cuestión de si había o no armas de destrucción masiva allí. Regresó a Washington diciendo que no había encontrado "grandes arsenales de armas de destrucción masiva de fabricación reciente", con lo cual echaba por tierra el principal argumento que justificó la guerra en Irak: Saddam y su arsenal mortal de armas de destrucción masiva.

¿Qué piensa entonces el hombre que empezó su testimonio ante una comisión del Senado de Estados Unidos diciendo "Resulta que nos equivocamos" sobre la guerra y las razones por la que se libró? "Lo que me preocupa es que dentro de unos años habrá un historiador iraquí que dirá: 'La única razón por la que Estados Unidos y Gran Bretaña fueron a la guerra fue por el petróleo, las armas de destrucción masiva e Israel. Nunca les importó lo que Saddam les hizo a los iraquíes'. No importa si tenía las armas. Saddam estaba destruyendo la sociedad".

Les digo que este viaje genera más confusión que respuestas. Paso el resto de la tarde en un lugar que me resulta mucho más fácil en materia de orientación: los pasillos alfabetizados de una tienda de discos.


Los canales de noticias aquí no son como los canales de noticias a los que estoy acostumbrado. Tendrían que mirar Al Jazeera -malas noticias, noticias graves, más malas noticias- y verán en qué se convierte un día común y corriente. Lo que hacen acá son programas de entretenimiento en vivo, no noticias. Los programas a la hora del desayuno son los que más me molestan; no puedo soportar toda esta felicidad tan temprano a la mañana. Las noticias sobre las explosiones en Bagdad y las tropas norteamericanas que se niegan a cumplir órdenes se mechan con los comentarios jocosos del "Sr. Tiempo" o de la señorita conductora y todo se diluye.

Las vacunas contra la gripe se volvieron un tema de campaña. No lo entiendo, pero sí me doy cuenta de que Saddam probablemente tenga un mejor plan de salud que la mayoría de los norteamericanos (ni hablar de los iraquíes) y esto me parece gracioso.
Hoy tuvimos una toma de fotos. ¿Por qué no puedo tener una de esas de sesiones de fotos glamorosas? Sólo me paro ahí e intento sonreír, pero lo único que me viene a la cabeza es una taza de café. Lo bueno es que la estamos haciendo cerca del Mall (la inmensa explanada situada entre el Capitolio y el monumento a George Washington), así que después voy a poder ir a varios monumentos y mirar dónde toman las decisiones quienes toman las decisiones.
Es como recorrer un museo. Me siento un poco intimidado por estos edificios. Cuando salgo a caminar a la noche todo parece muy vacío. Todos los días, dos millones de personas llegan al DC, pero sólo una cuarta parte vive aquí. No paso mucho tiempo en el centro después de mis reuniones; las cosas son demasiado grandes y demasiado altas.

Todavía no logro dilucidar cómo me hace sentir este viaje. Llegué aquí dispuesto a enfurecerme y a indignarme, pero todo lo que encuentro es gente que toma conciencia de la gravedad de los errores cometidos en Irak. La única persona que parece ser incapaz de admitir que se cometieron errores es el tipo que está sentado en la Casa Blanca.

Me dijeron que pronto van a inaugurar un monumento conmemorativo de la guerra iraquí, junto a los monumentos de Vietnam y de la guerra de Corea. Hay micros llenos de veteranos que vienen a hacer picnic cerca de los monumentos de guerra. Para el sábado a la noche, decido que necesito salir; voy a ir a uno de los clubes que sugirió Sean, el soldado del weblog.

Día Cinco


Primeras horas de la madrugada del domingo, en uno de los clubes recomendados por Sean. Hay una bola de espejos del tamaño de mi auto. Me siento atraído a ella como un gusano a las llamas.

Día Seis


Lo más cerca que voy a estar de un discurso de campaña es escuchar a Al Gore en la Universidad de Georgetown hoy. El discurso fue bueno; nos reímos, lloramos y gritamos siempre que correspondía. Un demócrata me había advertido de antemano que Gore podía llegar a excitarse durante sus discursos, que había que prestarle atención a los gritos y a los movimientos que hace sobre el escenario. Bueno, no se había movido tanto, pero yo habría sugerido unos pañuelitos de papel -el pobre tipo estaba sudando ríos de agua debajo de esas luces y, en un punto, tuvo que sonarse la nariz con las mangas de la camisa. Ah, y alguien también podría decirle que su pelo está bien, que tendría que dejar de tocárselo cada dos minutos.
¿Sobre qué era el discurso? George Bush no es estúpido, es malo. (Gore usó más palabras; ya conocen a los políticos). En realidad, ése es un buen punto. Al considerar a Bush como alguien que "no tiene la curiosidad normal como para separar la realidad del mito" o como un cristiano que recuperó la fe y "confía en su fe religiosa más que en el análisis lógico", lo único que logramos es que se torne menos peligroso.

Gore descartó ambas imágenes como "imágenes de caricatura" y agregó: "Estoy convencido de que los frecuentes alejamientos del presidente de un análisis basado en la realidad tienen mucho más que ver con la ideología política y económica de derecha que con la Biblia".

Más tarde…


Mi próxima cita es con un ex hombre de la CIA que conoció Irak íntimamente durante un tiempo y estuvo bastante en Bagdad, incluso después de la guerra. No puedo, por supuesto, revelarles su nombre. Podría, pero tendría que matarlos. El trabaja ahora en el "sector privado". Es todo lo que puedo decir. Bueno, está bien, es Whitley Bruner.
"La disolución del ejército fue un gran error", dice. Cuando Paul Bremer, el administrador norteamericano en Irak, decidió deshacerse del Ministerio de Defensa iraquí, 400 mil personas se quedaron sin trabajo y furiosas.

El otro error cometido por Washington y la Autoridad Provisional de la Coalición en Bagdad fue la formación del Consejo de Gobierno: "Esta fue la consolidación del régimen de los exiliados: los de adentro son los que necesitamos".

Cuando hablamos sobre las posibles elecciones iraquíes en enero, no suena optimista; no cree que vayan a suceder porque, para empezar, no hay partidos internos, sólo los exiliados están listos. En realidad, los partidos religiosos también están listos, y esto es algo que no muchos consideran; ¿qué haría el gobierno de Estados Unidos si hay elecciones e Irak elige a alguien como Sadr o incluso al ayatola Sistani? "Nadie está preocupado por esta cuestión todavía; afortunadamente aún hay tiempo".

No hay manera de que la administración Bush pueda remediar el caos que creó en Irak diciendo que no sabía y no podía predecir lo que sucedió, porque durante dos horas estoy sentado aquí en Washington frente a un hombre que sabía tanto sobre tantas cosas que pensé que nadie en Occidente sabía.


Día Siete...


Mi último día y estoy conociendo a Laurie Mylorie. Empiezo a madurar la idea de nuestro encuentro cuando en Google aparece un artículo titulado “Laurie Mylorie: La teórica sobre conspiración preferida por los neoconservadores”. Realidad o ficción, para mí era razón suficiente.
Nos encontramos en el hotel Savoy; allí es cuando entro en la zona misteriosa. En Internet la describen como una experta en Irak y el terrorismo. Publicó libros sobre Saddam y sus relaciones con las redes terroristas y fue contratada por el Instituto Norteamericano de la Empresa. ¿Me va a cortar en pedacitos para servirme como entrada en una cena? Está convencida de que Saddam estuvo detrás de todos los ataques terroristas contra los intereses norteamericanos en los últimos diez años, un hombre en el corazón de la guerra contra Estados Unidos. Y tiene muchos amigos que la escuchan.

Cuando aparece, no sé qué pensar. Hablamos sobre su teoría que vincula a Irak con los atentados del 11 de septiembre y se ofrece una larga explicación. ¿Les interesa conocerla? Pueden encontrarla en www.benadorassociates.com/article/6172. Para mí, era demasiado complicada de seguir y merecía dos episodios de “Los expedientes X”. Me entretuve mirando cómo desintegraba la bolsita del edulcorante en pedacitos cada vez más chiquitos.
Me despierto cuando menciona a Dick Cheney. De verdad, parece que le gusta el vicepresidente de Estados Unidos. “Cheney es un gran hombre”. Si fuera por ella, habría que haberse ocupado de Saddam mucho antes y los ataques de Clinton en Irak fueron “una respuesta débil y patética que, en mi opinión, condensa la incapacidad de gran parte de la elite norteamericana para entender un peligro como Saddam”.

Pero lo que realmente me cuesta mucho entender es cuando me dice que la administración Bush se negó a usar sus argumentos para justificar la guerra en Irak. Uno habría pensado que la teoría de Mylorie era como un regalo del cielo para este gobierno, pero no, aparentemente no apelaron a sus argumentos. Y cuando le vuelvo a preguntar, diciéndole que esta negativa realmente me suena extraña, habla de “obstrucciones burocráticas”.

Entonces, doctora Mylorie, ¿el mundo es un lugar más seguro ahora que nos deshicimos de Saddam? Aparentemente no. “La guerra no terminó, se cometieron muchos errores”. No, otra vez con lo de los errores.

Ahora que terminaron mis siete días en Washington, una de las pocas cosas que me parecen claras es que incluso la gente que sabe no tiene ni idea qué hacer en Irak, pero todos coinciden en que se cometieron errores. No sirve de mucho consuelo. Para salir de Estados Unidos tengo que pasar por la oficina de seguridad fronteriza nuevamente para que sellen mi pasaporte. Empiezo con mi verso de que “creo que deberíamos trabajar con los norteamericanos”. Pero con menos convicción que habitualmente. Los norteamericanos con los que yo quiero trabajar parecen estar excluidos y lo único que pueden hacer es dar un apretón de manos y decir: “Intentamos decírselos”.¿No será demasiado tarde?

viernes, 14 de marzo de 2008

Un Iraquí de viaje por EEUU II


Esta noche es el último debate presidencial y los Yankees de Nueva York juegan contra los Red Sox de Boston, lo cual, probablemente, tenga la misma importancia. Me invitaron a ver las dos cosas (por televisión, por supuesto) con un grupo de jóvenes demócratas. Me prometieron vino tinto, algo para comer y un curso rápido de béisbol y el arte de los debates presidenciales -dos razones por las que Estados Unidos es una nación tan grande, me dicen-. Dos televisores aseguraban que no nos íbamos a perder nada.

Finalmente, la conversación gira hacia el tema de Irak. Todos parecemos coincidir en que, aunque John Kerry gane la presidencia, es demasiado tarde para que cambie drásticamente la política en Irak. Me sorprende cómo todos aquí parecen haber comprado lo que la administración Bush les estuvo vendiendo, especialmente el argumento sobre la muy educada clase media iraquí que asumirá el control de Irak y lo transformará en un paraíso democrático. Para ser sincero, yo también compré ese buzón y cómo nos equivocamos.

Esa clase media educada estaba en cualquier parte del mundo menos en Irak. Otra cosa que le resultaba incomprensible a uno de mis nuevos amigos washingtonianos: cuando hablábamos sobre la popularidad del jefe de la milicia clerical Moqtada al-Sadr, me preguntaron cómo una persona podía resultar engañada por alguien que tan claramente usaba la religión para impulsar su propia popularidad y apelaba al más bajo denominador común para seducir a la población. Por suerte, me salvó otro invitado que preguntó si estábamos hablando de Bush o de Sadr.

Día Dos

En agosto del año pasado, recibí un email donde me sugerían que viera un weblog escrito por un soldado norteamericano en Irak: "Espero que descubramos todas las armas prohibidas que dijimos que había aquí... Entonces todo esto habrá tenido un objetivo glorioso que nadie podrá contradecir... Quiero que todo esto quede registrado en la historia como 'lo que había que hacer'".
El sargento Sean escribía desde Bagdad. El sitio era divertido, tenía un tono muy particular y, de alguna manera, no coincidía con la imagen de Terminator de los soldados norteamericanos. Hace dos días, le mandé un email a Sean y, ¿adivinen quién vive y trabaja en Washington DC después de estar seis años alistado? El mismísimo sargento Sean, y dice que le encantaría verme.

Cenamos juntos y hablamos sobre un millón de cosas. No se imaginan lo extraño que resulta tener tanto en común. Cuando le dije que nunca me acercaría a un soldado norteamericano en la calle en Bagdad, me dijo que si estuviéramos en Bagdad probablemente me estaría hablando mientras me apunta con su arma, porque estaría cagado de miedo. Y aquí estamos sentados, tomando cerveza juntos.

Intercambiamos historias sobre lo mal que nos sentíamos con lo que se estaba diciendo por ahí. Me cuenta lo asustado que estaba cuando tenía que manejar por Bagdad y que nunca más va a volver a ir a un festejo del 4 de julio por los fuegos artificiales. Y le digo cómo se habían reído de mí cuando una vez me escondí y salí corriendo cuando se incendió un auto cerca de donde yo estaba en Londres. Sean apenas tiene 26 años, seis de los cuales los pasó en el ejército de Estados Unidos. Tenemos gustos similares en materia de música y hablamos sobre buenos remixes de canciones de Jamiroquai.

Aquí estoy sentado, charlando con un soldado norteamericano. Me menciona un par de buenos clubes para ir el sábado y me dice que lo llame si quiero "volverme loco". Cuando es hora de que vuelva a su nueva casa con su mujer (se casó en Las Vegas a las pocas semanas de haber vuelto de Bagdad), nos estrechamos la mano y nos abrazamos. Le digo que realmente no entiendo qué hacía en el ejército; me dice que entró para salir de un callejón sin salida. ¿Y sobre estar en Bagdad? "Estuve allí porque me ordenaron estar allí… Esa es mi razón, mi única razón... Mis sentimientos personales no significan nada, no me preguntaron y no me lo preguntarán... Porque no trabajo en una democracia, trabajo para una democracia".

miércoles, 13 de febrero de 2008

Un Iraquí de viaje por EEUU

En plena época de elecciones en EEUU, con la ya segura ausencia de Bush en breve, uno espera que el inteligentísimo (?) pueblo yanqui elija bien a su sucesor. Lamentablemente la tibieza de la ONU permite desde hace mucho tiempo que el presidente de EEUU sea una especie de dictador mundial. Sus deseos son órdenes y ni siquiera los europeos con un Euro dominante son capaces de oponer resistencia. Es por eso que estas elecciones afectan a todos y no sólo a quienes viven en ese país. Ustedes se preguntarán qué me picó, para hacerme hablar de esto: simplemente encontré unos archivos que guardé hace unos años y se me ocurrió compartirlos con los lectores. En su momento, la noticia salió publicada así: “Cuando se estaba gestando el conflicto de Irak, un diario escrito en Internet desde Bagdad captó la atención del mundo entero. Su autor, Salam Pax, apoyaba a regañadientes la invasión. Hoy, viaja por primera vez a la ciudad donde se decidió ir a la guerra y se pregunta si ya es muy tarde para que su país logre la libertad. Voy a ir poniendo en diferentes posts las partes del relato de Salam Pax, por su extensión, y para generar algo de suspenso. Valga esta serie de posts para ver que desde que se publicó esto (2004) hasta ahora la situación no cambió mucho, y que si el mundo depende de la inteligencia de los yanquis, la extinción está muy cerca.


Salam Pax, el blogger iraquí, va a Hollywood
(Parte I)

No me gusta mi pasaporte; es demasiado grande y tiene un color que me recuerda a algo que estuvo demasiado tiempo en la heladera. Pero lo que más odio sobre mi pasaporte es que, cuando un empleado de migraciones lo mira, por lo general me pide que me haga a un lado y que lo siga a una habitación pequeña. Todos en la fila de migraciones del aeropuerto JFK de Nueva York ya me odian porque demoro mucho tiempo y ahora que me llevan así todos me miran como si hubiera amenazado con asesinar a su dibujo animado preferido.


En un mundo perfecto regido por los patrones de las películas de Bollywood, en este momento yo empezaría a cantar y a bailar; mi coro estaría formado por unos chicos hermosos con turbantes y barba que esgrimirían en el aire sus pasaportes del “eje del mal” y yo me vería tan radiante como Kylie Minogue cantando “¿Qué tengo que hacer para transmitir el mensaje? Soy un iraquí, soy un iraquí”. Todos en el aeropuerto aplaudirían y a mí me escoltarían mis fans hasta la limusina que me estaría esperando afuera.

Pero esto no es una película de Bollywood y a mí me llevan a un “control secundario”. Mi primera visita a Estados Unidos bien podría terminar cuando decidieran expulsarme y mandarme a un lugar muy desagradable donde el color naranja es el grito de la moda. El oficial de migraciones me lleva a una habitación separada donde cuatro funcionarios están sentados en un estrado muy alto, haciendo bromas sobre algún tipo que no les cae demasiado bien. Uno de ellos grita: “Depórtenlo, depórtenlo”. Yo sonrío.

Cuando me llega el turno de subirme al estrado para que los arcángeles me pregunten por qué razón quiero entrar a esta tierra de sueños, a este paraíso terrenal, me hacen una pregunta que me perturbó un rato largo después de que había terminado la entrevista. “Señor, ¿es usted religioso?” Hoy soy el tipo de musulmán que diría que, aunque hubiera un Alá allá arriba, lo castigarían por desobediencia colectiva por no haber hecho bien su trabajo. Así que la respuesta al oficial de migraciones sería un “No, no, ya no me dedico a esas cosas hace mucho tiempo”.

En cambio, no dejo de mirar la cruz que le cuelga del cuello y tengo ganas de decirle que es algo que no le incumbe. Pero no lo hago. Todos sabemos por qué me hace esta pregunta y cuál debería ser mi respuesta. “No, señor, no soy religioso y no sé cómo demostrárselo”. Me siento avergonzado de haber pronunciado estas palabras.

A continuación, estoy parado en fila para abordar un pequeño avión con destino a Washington DC. Hay algo en este contexto que me resulta curiosamente familiar. No estoy seguro de qué es hasta que me piden que abra las piernas y levante los brazos. Por Alá, esto es como entrar en la zona verdad de Bagdad, sólo que aquí todos son muy amables. Eso es lo diferente; sonríen y dicen “que tenga un buen día”, después de que te tocan de arriba abajo, pero es la típica experiencia de la zona verde, algo que te descompone.

En el vuelo nos dicen que no debemos pararnos de nuestros asientos una vez que estemos a 30 minutos de Washington, porque, de lo contrario, no nos dejarán aterrizar. Cuántas cosas raras y eso que todavía no aterricé. Me quedo dormido en el taxi que me lleva al hotel en Georgetown.

Día Uno
Primer pensamiento de la mañana: “¿Qué estoy haciendo aquí?” Recuerdo mi misión: vine a Washington con la esperanza de ver cómo es la democracia en el lugar que mandó a su ejército, durante una estadía prolongada, a mi ciudad natal. Es un año electoral, después de todo. Espero ver manifestaciones en las calles, gente que levanta pancartas en cada esquina. Y un centro de educación cívica donde me den toneladas de libros que me llevaré conmigo para convertirme en el oráculo de Bagdad sobre estas cuestiones democráticas.

No tengo ningún plan. Mi lista de cosas por hacer sólo incluye dos puntos: 1. Pánico. 2. Pensar en la comida. Me consigo un mapa turístico para chicos (el único que tenían en el hotel; se nota que el Departamento del Tesoro es un Tío Sam que no hace más que despilfarrar el dinero) y me voy al negocio que vende roscas más cerca del hotel.

Mi sandwich está lleno de huevos y panceta ahumada (todos los futuros oficiales de inmigración van a saberlo: no soy religioso, como carne prohibida). Mientras reflexiono sobre este festival de comida rara y prohibida, decido hacer un peregrinaje a la Casa Blanca, apelando a las claves de una religión que traicioné públicamente para poder entrar a esta tierra. Caminar alrededor de este santuario de libertad y democracia siete veces, besar la piedra negra, luego arrojar siete piedras al altar del mal, todo sin el manto blanco pero con la gorra de béisbol.

Parece que los dioses aquí no piensan mucho en los rituales de circunvalación. No se puede caminar alrededor de la Casa Blanca. De modo que me quedé allí, de pie y boquiabierto. Mientras meditaba sobre la blancura de la Casa Blanca, cuatro soldados norteamericanos con trajes de fajina se acercaron a todos nosotros, los boquiabiertos, y lo único que se me ocurrió pensar fue cuánto extrañaba mi hogar. ¿No es triste? Veo soldados con trajes de fajina y me pongo melancólico como ET cuando quiere volver a casa.

Me acerco a un guardia y le pregunto por las visitas a la Casa Blanca. Me dice que las visitas tienen que ser arregladas con anticipación a través de mi senador. ¿Cómo me voy a poder comunicar con John D. Negroponte en la trinchera del embajador norteamericano en Bagdad?

Mientras tanto, empiezo a descubrir algo: si uno fuera un marciano que acaba de aterrizar en Washington, sería imposible imaginar que este país está teniendo algo tan decisivo como una elección presidencial, hasta que uno enciende la televisión. Todo pasa en tevelandia.
En breve la segunda parte.
Lichi

domingo, 13 de enero de 2008

Puto el que lee esto

La semana pasada recordé fugazmente un prólogo muy bien escrito por Fontanarrosa a uno de sus libros de cuentos. No me pregunten por qué vino a mi mente; esas cosas me suceden a diario: no importa donde esté, mi mente me suele regalar en forma totalmente aleatoria pequeños recuerdos. Qué suerte pensarán algunos. Claro que no me apuro a refutar; la clave de todo esto es la palabra azar. Sin ella yo sería un tipo con mucha memoria, cuando la realidad es que sos un desmemoriado que sólo en escasas situaciones recuerda algo útil. Mi mente funciona como una ruleta, pero con una cantidad mucho mayor de números (es decir, la probabilidad de acertar es tanto menor). Sólo necesito enfocarme en algo que necesite recordar, y en segundos consigo un resultado, casi siempre erróneo. Intentando traer al presente la dirección de algún amigo al que hace años no visito, puedo obtener desde el nombre de algún jugador de fútbol condenado al anonimato después de un breve paso por primera división, pasando por el argumento con lujo de detalles de alguna película vista hace 20 años, hasta lo que me dijo mi maestra de Jardín de Infantes el primer día. Es por eso que soy incapaz de contar cómo vino a mí este texto. Bien podría inventar algo para justificar el incluirlo aquí, pero prefiero la sinceridad (no siempre la prefiero, aclaro). Es un texto un tanto largo pero vale la pena cada línea. Lean y comenten.

Puto el que lee esto.

R. Fontanarrosa

Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora.
Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. "Puto el que lee esto", y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald.
Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ese es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés.
No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar. "Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos." Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.
El lector no es mi amigo. El lector es alguien que les debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. "Puto el que lee esto." Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones.
"Es un golpe bajo", dirá algún crítico amanerado, de esos que gustan de Graham Greene o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos en Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor -les contesto-, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien mil golpes bajos, para que me presten atención de una vez por todas. Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir: "Me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribí, no los molesto más con mi producción", no. Ahí están los libros de Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos.
Sabios eran los faraones que se enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus caballos, sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos, todo. Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena frase por cierto. "Me voy, me muero, cagué la fruta -podría ser el postrer anhelo-. Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que total yo no estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de una cena en los boliches." Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer yo, téngalo por seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de escritores importantes y sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras al pedo que decidían escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto cruz, para enseñar cómo forrar una lata de bizcochos. Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida, toda, al estudio exhaustivo de la vida de los caracoles, de los mamboretás, de los canguros, de los caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían abandonar este mundo sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y de esclarecimiento. Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un libro el porqué de la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras evolucionadas que pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin leer cómo el gnomo Prilimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro, historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque de La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres veces por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente en la insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te la agarra con la mano.
Allí, a ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay que lanzar el nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos escrito desde los redaños mismos de nuestros riñones. Allí, a ese interminable mar de volúmenes flacos y gordos, altos y bajos, duros y blandos, hay que arrojar el propio, esperando que sobreviva. Un naufragio de millones y millones de víctimas, manoteando desesperadamente en el oleaje, tratando de atraer la atención del lector desaprensivo, bobo, tarado, que gira en torno a una mesa de saldos o novedades con paso tardío, distraído, pasando apenas la yema de sus dedos innobles sobre la cubierta de los libros, cautivado aquí y allá por una tapa más luminosa, un título más acertado, una faja más prometedora. Finge. El lector finge. Finge erudición y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a la minita que en la mesa vecina hojea frívolamente el último best-seller, a la señora todavía pulposa que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es mujer, a la faja con el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la musiquita maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano.
Y el libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse. Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros -le advierten-, vendete bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado.
No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la cultura, un icono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron. Y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las macetas de las casas solariegas.
De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no esperen de mí una lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis amigos, debajo del cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en los ojos y les voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja.
"Puto el que lee esto." John Irving es una mentira, pero al menos no juega a ser repugnante como Bukowski ni atildadamente pederasta como James Baldwin. Y dice algo interesante uno de sus personajes por ahí, creo que en El mundo según Garp: "Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia". Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine con su relato, entendelo. Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés.
Entonces yo, que soy un literato, que he leído a más de un clásico, que he publicado más de tres libros, que escribo desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en cada narración, que estudio concienzudamente cómo se describe y cómo se lee, que me he quemado las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de memoria y con los ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta y ocho mil caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me enfrento con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata 1989 al relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con cualquier boludo. Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que zambullirse en las mesas de novedades junto a otros millones y millones de pares, junto al tratado ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo coreano de Sabrina Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas indispensables de Titina della Poronga y las memorias del actor iletrado que no puede hacer la O ni con el culo de un vaso, pero que se las contó a un periodista que le hace las veces de ghost writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle al lector pelotudo que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de desdén obtuso en su carita: "Éste es el libro. Éste es el libro que debe comprar usted para que cambie su vida, caballero, para que se le abra el intelecto como una sandía, para que se ilustre, para que mejore su aliento de origen bucal, estimule su apetito sexual y se encame esta misma noche con esa potra soñada que nunca le ha dado bola".
Y allí estará la frase, la que vale, la que pega. El derechazo letal del Negro Monzón en el entrecejo mismo del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza hacia atrás y hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de sudor, de agua y desinfectante que se desprenden del bocho de ese gringo que se cae como si lo hubiese reventado un rayo. "Puto el que lee esto." Aunque después el relato sea un cuentito de burros maricones como el de Platero y yo, con el Angelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el volumen sea después un recetario de cocina que incluya alimentos macrobióticos.
No esperen, de mí, ética alguna. Sólo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A usted le digo.

miércoles, 2 de enero de 2008

Mundo Separado

Hace un tiempo encontré en la red1 una foto que me impactó y quería compartirla con los lectores. Pero primero una breve reflexión: se escucha y se lee muy a menudo sobre sucesos acontecidos en el tercer mundo así como en el primer mundo, y aunque todos entienden de qué se habla con esa separación planetaria, creo que muy pocos (me incluyo) saben desde cuando y de donde proviene. En wikipedia se puede leer:

“ El término Tercer Mundo fue acuñado por el economista francés Alfred Sauvy en 1952, haciendo un paralelismo con el término francés tercer estado, para designar a los países que no pertenecían a ninguno de los dos bloques que estaban enfrentados en la Guerra Fría: el bloque occidental, formado por Estados Unidos, Europa Occidental, Japón, Canadá, Australia y sus aliados, y el bloque comunista con la Unión Soviética, Europa Oriental y China. Actualmente, ya que el Segundo Mundo del bloque socialista se ha disuelto conceptualmente, el término se utiliza como referencia a los países periféricos subdesarrollados o en vías de desarrollo, en contraste a los países desarrollados. También son calificados así por su alta tasa de analfabetismo y su deficiencia económica, política, tecnológica y en temas de salud.
Algunas de sus características comunes suelen ser el tener una base económica agraria, exportación de materias primas, una economía endeudada con los países más industrializados y escasa infraestructura. La democracia no consigue mucha estabilidad en la mayoría de países del tercer mundo, donde se dan más frecuentemente gobiernos autoritarios o populistas.
En el mundo globalizado la relación centro-periferia se ha agudizado y las zonas tercermundistas sufren la enorme presión política y económica de los países más poderosos, especialmente de Estados Unidos, que llegan muchas veces a la injerencia en asuntos internos, tal es el ejemplo de Puerto Rico, territorios que tienen un alto grado de dependencia hacia la mayor potencia mundial.”

Algunas de las ideas expuestas en la enciclopedia global son muy opinables, pero eso queda para otro espacio más especializado. Se pueden encontrar otras definiciones o incluso parámetros para definir qué país pertenece a cuál mundo. Aquí sólo quiero mostrarles pictóricamnete la diferencia entre primer y tercer mundo: esta foto satelital (consta en realidad de muchas fotos individuales ensambladas en una sola) tomada de noche creo que habla por sí sola, y marca visualmente la frontera a la que nos referíamos (click en la foto para ampliar).

1: http://observatorio.info/2002/08/la-tierra-de-noche
Lichi.