miércoles, 13 de febrero de 2008

Un Iraquí de viaje por EEUU

En plena época de elecciones en EEUU, con la ya segura ausencia de Bush en breve, uno espera que el inteligentísimo (?) pueblo yanqui elija bien a su sucesor. Lamentablemente la tibieza de la ONU permite desde hace mucho tiempo que el presidente de EEUU sea una especie de dictador mundial. Sus deseos son órdenes y ni siquiera los europeos con un Euro dominante son capaces de oponer resistencia. Es por eso que estas elecciones afectan a todos y no sólo a quienes viven en ese país. Ustedes se preguntarán qué me picó, para hacerme hablar de esto: simplemente encontré unos archivos que guardé hace unos años y se me ocurrió compartirlos con los lectores. En su momento, la noticia salió publicada así: “Cuando se estaba gestando el conflicto de Irak, un diario escrito en Internet desde Bagdad captó la atención del mundo entero. Su autor, Salam Pax, apoyaba a regañadientes la invasión. Hoy, viaja por primera vez a la ciudad donde se decidió ir a la guerra y se pregunta si ya es muy tarde para que su país logre la libertad. Voy a ir poniendo en diferentes posts las partes del relato de Salam Pax, por su extensión, y para generar algo de suspenso. Valga esta serie de posts para ver que desde que se publicó esto (2004) hasta ahora la situación no cambió mucho, y que si el mundo depende de la inteligencia de los yanquis, la extinción está muy cerca.


Salam Pax, el blogger iraquí, va a Hollywood
(Parte I)

No me gusta mi pasaporte; es demasiado grande y tiene un color que me recuerda a algo que estuvo demasiado tiempo en la heladera. Pero lo que más odio sobre mi pasaporte es que, cuando un empleado de migraciones lo mira, por lo general me pide que me haga a un lado y que lo siga a una habitación pequeña. Todos en la fila de migraciones del aeropuerto JFK de Nueva York ya me odian porque demoro mucho tiempo y ahora que me llevan así todos me miran como si hubiera amenazado con asesinar a su dibujo animado preferido.


En un mundo perfecto regido por los patrones de las películas de Bollywood, en este momento yo empezaría a cantar y a bailar; mi coro estaría formado por unos chicos hermosos con turbantes y barba que esgrimirían en el aire sus pasaportes del “eje del mal” y yo me vería tan radiante como Kylie Minogue cantando “¿Qué tengo que hacer para transmitir el mensaje? Soy un iraquí, soy un iraquí”. Todos en el aeropuerto aplaudirían y a mí me escoltarían mis fans hasta la limusina que me estaría esperando afuera.

Pero esto no es una película de Bollywood y a mí me llevan a un “control secundario”. Mi primera visita a Estados Unidos bien podría terminar cuando decidieran expulsarme y mandarme a un lugar muy desagradable donde el color naranja es el grito de la moda. El oficial de migraciones me lleva a una habitación separada donde cuatro funcionarios están sentados en un estrado muy alto, haciendo bromas sobre algún tipo que no les cae demasiado bien. Uno de ellos grita: “Depórtenlo, depórtenlo”. Yo sonrío.

Cuando me llega el turno de subirme al estrado para que los arcángeles me pregunten por qué razón quiero entrar a esta tierra de sueños, a este paraíso terrenal, me hacen una pregunta que me perturbó un rato largo después de que había terminado la entrevista. “Señor, ¿es usted religioso?” Hoy soy el tipo de musulmán que diría que, aunque hubiera un Alá allá arriba, lo castigarían por desobediencia colectiva por no haber hecho bien su trabajo. Así que la respuesta al oficial de migraciones sería un “No, no, ya no me dedico a esas cosas hace mucho tiempo”.

En cambio, no dejo de mirar la cruz que le cuelga del cuello y tengo ganas de decirle que es algo que no le incumbe. Pero no lo hago. Todos sabemos por qué me hace esta pregunta y cuál debería ser mi respuesta. “No, señor, no soy religioso y no sé cómo demostrárselo”. Me siento avergonzado de haber pronunciado estas palabras.

A continuación, estoy parado en fila para abordar un pequeño avión con destino a Washington DC. Hay algo en este contexto que me resulta curiosamente familiar. No estoy seguro de qué es hasta que me piden que abra las piernas y levante los brazos. Por Alá, esto es como entrar en la zona verdad de Bagdad, sólo que aquí todos son muy amables. Eso es lo diferente; sonríen y dicen “que tenga un buen día”, después de que te tocan de arriba abajo, pero es la típica experiencia de la zona verde, algo que te descompone.

En el vuelo nos dicen que no debemos pararnos de nuestros asientos una vez que estemos a 30 minutos de Washington, porque, de lo contrario, no nos dejarán aterrizar. Cuántas cosas raras y eso que todavía no aterricé. Me quedo dormido en el taxi que me lleva al hotel en Georgetown.

Día Uno
Primer pensamiento de la mañana: “¿Qué estoy haciendo aquí?” Recuerdo mi misión: vine a Washington con la esperanza de ver cómo es la democracia en el lugar que mandó a su ejército, durante una estadía prolongada, a mi ciudad natal. Es un año electoral, después de todo. Espero ver manifestaciones en las calles, gente que levanta pancartas en cada esquina. Y un centro de educación cívica donde me den toneladas de libros que me llevaré conmigo para convertirme en el oráculo de Bagdad sobre estas cuestiones democráticas.

No tengo ningún plan. Mi lista de cosas por hacer sólo incluye dos puntos: 1. Pánico. 2. Pensar en la comida. Me consigo un mapa turístico para chicos (el único que tenían en el hotel; se nota que el Departamento del Tesoro es un Tío Sam que no hace más que despilfarrar el dinero) y me voy al negocio que vende roscas más cerca del hotel.

Mi sandwich está lleno de huevos y panceta ahumada (todos los futuros oficiales de inmigración van a saberlo: no soy religioso, como carne prohibida). Mientras reflexiono sobre este festival de comida rara y prohibida, decido hacer un peregrinaje a la Casa Blanca, apelando a las claves de una religión que traicioné públicamente para poder entrar a esta tierra. Caminar alrededor de este santuario de libertad y democracia siete veces, besar la piedra negra, luego arrojar siete piedras al altar del mal, todo sin el manto blanco pero con la gorra de béisbol.

Parece que los dioses aquí no piensan mucho en los rituales de circunvalación. No se puede caminar alrededor de la Casa Blanca. De modo que me quedé allí, de pie y boquiabierto. Mientras meditaba sobre la blancura de la Casa Blanca, cuatro soldados norteamericanos con trajes de fajina se acercaron a todos nosotros, los boquiabiertos, y lo único que se me ocurrió pensar fue cuánto extrañaba mi hogar. ¿No es triste? Veo soldados con trajes de fajina y me pongo melancólico como ET cuando quiere volver a casa.

Me acerco a un guardia y le pregunto por las visitas a la Casa Blanca. Me dice que las visitas tienen que ser arregladas con anticipación a través de mi senador. ¿Cómo me voy a poder comunicar con John D. Negroponte en la trinchera del embajador norteamericano en Bagdad?

Mientras tanto, empiezo a descubrir algo: si uno fuera un marciano que acaba de aterrizar en Washington, sería imposible imaginar que este país está teniendo algo tan decisivo como una elección presidencial, hasta que uno enciende la televisión. Todo pasa en tevelandia.
En breve la segunda parte.
Lichi